Hace un par de meses salió a librerías una nueva publicación del Ultraconservador Manuel Farías. Se llama la Muerte del Camaleón, y pretende ser la historia de la Democracia Cristiana chilena y de su descomposición. No es por morboso interés en los ensayos sensacionalistas que llegué a la Muerte del Camaleón, sino porque me topé con una columna escrita en el Diario Financiero por Fernando Moreno Valencia, otro neoconservador e integrista católico, pródigo en alabanzas hacia Farías.
Moreno Valencia nunca se ha resignado al crepúsculo del marxismo y, por consiguiente, a la absoluta pérdida de actualidad de su anti- marxismo. De ahí que persevere en sus especulaciones teóricas, como si a cada instante constatara la presencia de aquellos viejos fantasmas en los episodios más triviales y cotidianos de la vida política. Es su fatal obsesión; como en Farías lo es la creencia en una conspiración mundial contra los judíos. Y nadie debiera llamarse a asombro si de pronto se viera saltando desde un postulado general y abstracto, hacia un caso particular y concreto. En la epistemología de Moreno esos abismos suelen franquearse sin dificultades ni mediaciones. Y es que sólo una distorsión semejante puede explicar la apología que Moreno Valencia hace de Víctor Farías y de su libro. Lo llama —contrariando el espíritu de Hannah Arendt— decidor de la verdad, y cree ver en su relato un análisis y explicación impecablemente científicos.
Pero en las 260 páginas de su libro, para mal de la teoría del conocimiento, Farías omite, falsifica y saca los datos de su contexto histórico. Aunque Farías confiesa que su propósito es demostrar el origen fascista de la Democracia Cristiana, lo que en verdad revela es su deseo de desacreditar la figura moral e intelectual de Eduardo Frei Montalva, el camaleón de su relato.
Le basta el nombre falange para hallar un símil entre la Falange Nacional y la Falange Española. Repara en los signos militaristas de la Falange Nacional, pero oculta que hacia 1930 todas las juventudes políticas exaltaban las virtudes de la organización vertical y disciplinada, sin que ello las convirtiera en los auténticos movimientos fascistas que fueron aquellos como el del Seguro Obrero, que Farías sin embargo prefiere ignorar. Para demostrar que Frei poseía una mentalidad extremadamente racista y de fuerte e inhumano desprecio, Farías refiere a unas notas donde se narran las aventuras de jóvenes que lanzan plátanos y agua a unos negros. Francamente, más parece una proyección de las fobias del autor hacia aquellos negros, que la comprobación de su afirmación general.
Farías critica a Frei por lo que escribe sobre Acción Francesa. Considera que Frei emula a la organización católica gala. Más aún, observa que es entonces cuando Frei introduce la primera y brutal discrepancia con el pensamiento y la doctrina moral de Jacques Maritain. Pero, cuando uno lee los artículos de Frei, no ve sino la lúcida descripción hecha por un cronista riguroso. Frei procura hacer un análisis comprensivo de los fenómenos, y esto le impone desentrañar y explicar lo bueno y lo malo de los actores involucrados. Farías sólo presta atención a las virtudes que Frei destaca de Acción Francesa. Tampoco Farías dice que Acción Francesa tuvo que imponer su perfil católico por sobre las tendencias fascistas que pugnaban en su interior. O, ¿de dónde cree Farías que salieron Georges Valois y su Faisceau, sino de Acción Francesa? Y en cuanto a esa primera y brutal discrepancia que le atribuye a Frei, ¿por qué Farías calla que Maritain militó en Acción Francesa? ¿Y por qué Frei habría de entrar en discrepancias con el filósofo católico?
Farías reprocha a Frei por lo que dice de Hitler a principios de los años ‘30. Frei habría escrito: «No es tiempo todavía de juzgar ni las condiciones del hombre ni la eficacia de su doctrina, o si ha causado grave perjuicio a su pueblo». También lo desaprueba por lo que opina de Mussolini y Franco. Con su invectiva, Farías se fuga de las circunstancias históricas ignorando el convulso contexto en el cual se desarrollan los acontecimientos, y juzgando la opinión de Frei desde la segura mirada al pasado que le brinda el siglo XXI.
Otra vez Farías se detiene en la crítica literaria que Frei hace de El Kahal, la novela del argentino Hugo Wast que narra los hábitos y costumbres de los judíos. Y otra vez es recomendable leer la columna de Frei y sacar propias conclusiones, pues a través de las que sugiere Farías todo acaba confundido. Tanto así, que para demostrar el virtual antisemitismo de Frei, Farías pone como prueba los arrestos anti-judíos que podrían hallarse en la novela de Wast. Y, al igual que con el artículo sobre Hitler, Farías juzga a Frei por lo que ha ocurrido con la obra de Wast entre 1937 y 1945, o sea, mucho tiempo después que Frei ha escrito su crítica. Y nuevamente el autor de La Muerte Del Camaleón pierde el contexto y el razonamiento lógico.
Farías se vería en serios aprietos si se le aplicaran sus métodos de validación a las creencias que él profesa. ¿Qué diría, por ejemplo, de las diferencias inter-religiosas de hoy? ¿Qué diría del Papa, que aprobó La Pasión, la más cruda representación del calvario de Jesús? ¿Qué diría de los conflictos que asolan la Franja de Gaza? De seguro que cuanto respondiera lo pondría en contradicción consigo.
No es éste el lugar para profundizar un debate que exige investigación y análisis. Habrá tiempo y trabajo para ello. Me pregunto, sin embargo, cuál debería ser el criterio para juzgar la trayectoria de Eduardo Frei Montalva. ¿Cuál el referente moral que le reconozca la autoridad y coherencia que hoy le mezquinan Moreno y Farías? Yo creo que la luz que ilumina y eleva el testimonio intelectual de Eduardo Frei, es precisamente la voz del filósofo que a lo largo de la edad madura inspiró su conducta política. La palabra de Jacques Maritain, el testigo del siglo que, en su última carta, le confiesa: «Estoy persuadido, como usted, que su experiencia no ha sido un fracaso.
Dios lo conduce todo y doy gracias de vuestra decisión de continuar la lucha por las ideas a que ha consagrado su vida».
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