Quizá uno de los mayores aciertos del relato de Ignacio González sobre la vida y el testimonio de Renán Fuentealba, sea su genio para desentrañar los lazos de afecto, lealtad y franqueza de los falangistas. Estos vínculos de genuina amistad, se revelan al modo de un subtexto, de un hálito espiritual que recorre la trama entera, sobre todo en aquellos episodios críticos que pudieron amenazar el destino de millones de seres humanos. Especialmente en las crisis, cuando las circunstancias no dejan lugar a vacilaciones, y la voluntad política se ve forzada a tomar posición. Es cuando alcanza mayor relieve esta persistente reafirmación de la promesa que une a los fundadores.
Hablo de promesa en el sentido en que la entiende Ricoeur. Esto es, como facultad humana. Donde la persona «se compromete con su palabra y dice que hará mañana lo que dice hoy: la promesa limita lo imprevisible del futuro, a riesgo de traición; el sujeto puede mantener su promesa o romperla; de esta manera, compromete la promesa de la promesa, la de cumplir su palabra, de ser confiable».
En las relaciones de afecto que establecen los viejos democratacristianos, se torna una necesidad controlar el riesgo futuro, manejar la incertidumbre del mañana, mediante la renovación de la promesa. La demanda de promesa fluye de manera explícita en cada epístola, en cada gesto, en cada palabra, en cada acción que emprenden. La promesa, asimismo, opera como salvaguarda contra la traición, compañera inseparable del poder y la dominación. La promesa permite limitar el poder a través del respeto a los principios y valores que se invocan sin cesar en el discurso político.
Cuenta Ignacio González que Bernardo Leighton encaró una vez a Edmundo Pérez Zujovic. «Yo también, Edmundo, tengo que quejarme contigo —le dijo. Porque estando yo en el extranjero, como ministro del Interior, entrevistándome con gente de otros gobiernos, tú, aquí, convenciste al Presidente que te nombrara ministro. Yo hice el ridículo afuera. El autor de eso eres tú. Porque el Presidente no es capaz de hacer eso». El incidente le había causado mucho pesar a Leighton, pero ello no lo inhibió de representárselo a Pérez, cara a cara y ante un tercero. Porque así era el trato. No precisamente pío, pero tampoco humillante ni destructivo. Es lo que mantenía la continuidad del diálogo y la colaboración.
La necesidad de actualizar la promesa hecha al otro, tiene también por objeto reafirmar la propia identidad, y diferenciarla de la identidad de aquellos que no están obligados a cumplirla, o que, simplemente, no quieren cumplirla. En palabras de Arendt, «sin estar obligados a cumplir las promesas, no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapados en sus contradicciones y equívocos, oscuridad que sólo desaparece con la luz de la esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple».
La reflexión del Presidente Frei, en marzo de 1969, fija crucialmente una identidad. A raíz de los trágicos sucesos de Pampa Irigoin, donde perdieron la vida ocho pobladores, Enrique Correa, a la sazón presidente de la JDC, exigió la renuncia del ministro Edmundo Pérez, al tiempo que emplazó a Bernardo Leighton —que gozaba de gran ascendiente— a responder por los… ¡asesinatos! Entonces Frei escribió a Renán Fuentealba, presidente del PDC, uno de sus más sentidos mensajes: «Estas declaraciones que no tienen precedente en la historia de Chile, que comprometen mi honor, puesto que yo constituyo el Gobierno y soy su primer representante, son incompatibles con mi presencia en el Partido. Si el Partido estima que la vida entera que he consagrado no tiene valor frente a declaraciones tan insensatas como miserables, se me hace imposible sentirme moralmente ligado a quienes me injurian de una manera tan atroz. Esto ya no es un problema político; es un problema moral».
Ya no es un problema político, subraya Frei. No es una cuestión de ideas, programas, formas de conducción, discrepancias en torno a iniciativas legislativas, o disciplina parlamentaria. Frei fija otra frontera, aún más fuerte y maciza que las del pluralismo democrático y la libertad de conciencia. Frei reivindica su honor personal, o sea, su dignidad esencial. Frei reclama reconocimiento a una vida de servicio. Frei apela a la comunidad, su Partido, y lo hace por su ministro del Interior. Frei habla por cada democratacristiano. Y nos recuerda la promesa.
Hablo de promesa en el sentido en que la entiende Ricoeur. Esto es, como facultad humana. Donde la persona «se compromete con su palabra y dice que hará mañana lo que dice hoy: la promesa limita lo imprevisible del futuro, a riesgo de traición; el sujeto puede mantener su promesa o romperla; de esta manera, compromete la promesa de la promesa, la de cumplir su palabra, de ser confiable».
En las relaciones de afecto que establecen los viejos democratacristianos, se torna una necesidad controlar el riesgo futuro, manejar la incertidumbre del mañana, mediante la renovación de la promesa. La demanda de promesa fluye de manera explícita en cada epístola, en cada gesto, en cada palabra, en cada acción que emprenden. La promesa, asimismo, opera como salvaguarda contra la traición, compañera inseparable del poder y la dominación. La promesa permite limitar el poder a través del respeto a los principios y valores que se invocan sin cesar en el discurso político.
Cuenta Ignacio González que Bernardo Leighton encaró una vez a Edmundo Pérez Zujovic. «Yo también, Edmundo, tengo que quejarme contigo —le dijo. Porque estando yo en el extranjero, como ministro del Interior, entrevistándome con gente de otros gobiernos, tú, aquí, convenciste al Presidente que te nombrara ministro. Yo hice el ridículo afuera. El autor de eso eres tú. Porque el Presidente no es capaz de hacer eso». El incidente le había causado mucho pesar a Leighton, pero ello no lo inhibió de representárselo a Pérez, cara a cara y ante un tercero. Porque así era el trato. No precisamente pío, pero tampoco humillante ni destructivo. Es lo que mantenía la continuidad del diálogo y la colaboración.
La necesidad de actualizar la promesa hecha al otro, tiene también por objeto reafirmar la propia identidad, y diferenciarla de la identidad de aquellos que no están obligados a cumplirla, o que, simplemente, no quieren cumplirla. En palabras de Arendt, «sin estar obligados a cumplir las promesas, no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapados en sus contradicciones y equívocos, oscuridad que sólo desaparece con la luz de la esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple».
La reflexión del Presidente Frei, en marzo de 1969, fija crucialmente una identidad. A raíz de los trágicos sucesos de Pampa Irigoin, donde perdieron la vida ocho pobladores, Enrique Correa, a la sazón presidente de la JDC, exigió la renuncia del ministro Edmundo Pérez, al tiempo que emplazó a Bernardo Leighton —que gozaba de gran ascendiente— a responder por los… ¡asesinatos! Entonces Frei escribió a Renán Fuentealba, presidente del PDC, uno de sus más sentidos mensajes: «Estas declaraciones que no tienen precedente en la historia de Chile, que comprometen mi honor, puesto que yo constituyo el Gobierno y soy su primer representante, son incompatibles con mi presencia en el Partido. Si el Partido estima que la vida entera que he consagrado no tiene valor frente a declaraciones tan insensatas como miserables, se me hace imposible sentirme moralmente ligado a quienes me injurian de una manera tan atroz. Esto ya no es un problema político; es un problema moral».
Ya no es un problema político, subraya Frei. No es una cuestión de ideas, programas, formas de conducción, discrepancias en torno a iniciativas legislativas, o disciplina parlamentaria. Frei fija otra frontera, aún más fuerte y maciza que las del pluralismo democrático y la libertad de conciencia. Frei reivindica su honor personal, o sea, su dignidad esencial. Frei reclama reconocimiento a una vida de servicio. Frei apela a la comunidad, su Partido, y lo hace por su ministro del Interior. Frei habla por cada democratacristiano. Y nos recuerda la promesa.
RODOLFO FORTUNATI
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